Autónoma y al borde de un ataque fiscal (y de nervios, y de risa, y de todo un poco)

¡Hola, criaturas del sistema! Hoy vengo a contaros otra apasionante entrega de mi culebrón favorito, de mi thriller financiero-existencial, también conocido como: "La vida de una autónoma en España", o como a mí me gusta llamarlo: "50 sombras de Hacienda", versión extendida. Y sí, todas las sombras son negras... y algunas vienen con recargo.

Para ir entrando en calor y que me vayáis conociendo (porque el trauma compartido, queridos, es medio trauma), en unos días soplo 50 velas. Sí, medio siglo. Desde el 94 que empecé mi andadura laboral, años levantándome al alba, trabajando sin parar y sobreviviendo a jefes con el aliento de un dragón y a sistemas tan eficientes como una tostadora en una piscina.

Pero ojo, que no soy una mortal cualquiera. Qué va. Yo desde hace 9 años soy autónoma, esa criatura mitológica que vive en constante equilibrio entre pagar facturas, evitar la bancarrota y no llorar delante del cliente (al menos, no mientras te ve). Pagar por trabajar, llorar por descansar, y curarse las enfermedades con paracetamol y una hoja de Excel. Medicina moderna.

Y como toda buena historia de terror, la mía tiene su villano recurrente: el trimestre fiscal. Ay!, el trimestre… esa época del año (cuatro veces al año, qué suerte la mía) que espero con la misma ilusión con la que uno espera una cita con su ex para devolverle los cuchillos. Cada tres meses me reúno con mi amigui la Agencia Tributaria, que ya ni me saluda, solo me abre la caja registradora y me mira como diciendo: "¿Traes a tu primogénito esta vez?"

Llega ese glorioso momento en el que descubres cuánto te han rob… digoooo cobrado, y ahí es cuando me transformo en Hulk con estrés postraumático. Porque sí, me lo quitan, no me lo piden, no lo negocian, no es que me digan “oye, ¿te va bien esta cifra?” No. Lo cogen. Como cuando alguien te sisa parte del postre del plato: con descaro y sin remordimiento.

Y claro, siempre sale alguien con el clásico: “Pero tía, ¿por qué habrá tanto geta trabajando en B?” Y yo: “Cariño, porque trabajar legalmente te lleva directo al colapso nervioso, así de simple.” Mirame, yo soy legal, casi masoquista, y ¿qué me llevo? Cero vacaciones, cero bajas, cero paro, pero cien niveles de ansiedad. Eso sí, paro cardíaco tengo cada vez que entro en la cuenta bancaria. Y ya que estamos, si un día me muero, por favor, que me incineren con el portátil encima, no sea que Hacienda me siga reclamando el IVA desde el más allá.

Después del atraco fiscal de rigor, llega la fase dos: la migración emocional. Me entra un "arrebato nórdico" y empiezo a soñar con vivir en Noruega, Islandia, Canadá... Cualquier sitio donde no te cobren por tener la marca de autónoma en la frente. Paso la semana siguiente como poseída, echando currículums por todas partes: ETTs, InfoJobs, portales alemanes aunque no distingo un “Hallo” de una salchicha bratwurst. Yo lo lanzo, como si fueran botellas al mar. A ver si alguna vuelve.

Y aquí viene la parte divertidamente desesperante: tengo una licenciatura, experiencia para aburrir, soy multitarea a nivel ninja y tengo la paciencia de un cactus. He currado más que un camello en rebajas. Pero, desde que empecé esta apasionante y poco rentable afición de enviar CVs como si fueran flyers de discoteca, ¿sabéis cuántas empresas me han llamado? ¡DOS! Si. Dos. Una y dos. En tres años. Es decir, me llaman menos que los de Jazztel, y eso ya es decir mucho.

Pero agarraos, que ahora viene el giro de guion: mi pareja, harto de su curro con contrato fijo (porque el drama siempre es contagioso), decide echar CVs. Y yo, tan tranquila, pienso:  "Bah, A ver cuánto tarda este en darse una hostia de realidad". Pues no. El tío, en menos de una semana, tiene TRES propuestas. ¡TRES! En menos de siete días. ¡Contra mis DOS llamadas en tres años! Esto no es un dato, es un insulto. Una bofetada laboral. Una burla cósmica.

Entonces yo me pregunto: ¿por qué? ¿Qué clase de algoritmo cruel maneja el destino laboral? ¿Será que los dioses del empleo prefieren a los valientes que huyen del contrato fijo a los locos que aguantamos como autónomos?

 

Yo sólo veo una diferencia esencial entre mi pareja y yo. Una. Y me la guardo, a ver si vosotros, los lectores, tenéis mejor vista. Os invito a que lo dejéis en los comentarios. Comentad, iluminadme, decidme qué opináis. A ver si entre todos resolvemos el misterio. ¿Será el horóscopo? ¿Será el karma? ¿Será que tengo cara de "no le llames ni aunque se acabe el mundo?"

Pero bueno, lo importante es seguir intentándolo, ¿no? Como buena autónoma, me nutro de ilusiones, facturas impagadas y café recalentado. La esperanza es lo último que se desgrava, eso lo tengo claro.

Así que aquí seguiré, en esta montaña rusa llamada “vida adulta en modo autónomo”, agarrada a mis excels como si fueran tablas de salvación, con mis búsquedas laborales nivel Indiana Jones, y mi cuenta bancaria haciendo el sonido de un grillo cada vez que la abro.

Y oye, ¡felices 50! Porque dicen que la vida empieza a los 50. Claro, justo cuando ya te han quitado todo lo demás: la dignidad, el dinero y la paciencia.

En fin, dejadme en comentarios si queréis que lloremos juntas… o si sabéis de alguna oferta en Canadá. Pero que no pidan experiencia como leñadora, que ya estoy bastante quemada por dentro.

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