Exportamos sentido común y nos quedamos sin stock
Vamos a ver ¿alguien me puede explicar esto como si yo fuera tonta? Que seguro que lo soy, ¿eh? Es más, soy una pastora analógica perdida en un mundo de algoritmos, sin máster en geoeconomía cuántica ni cuenta actualizada en LinkedIn. Pero así, desde mi humilde ignorancia, me da la sensación de que estamos gestionando esto del mercado global como quien monta un mueble de Ikea sin instrucciones: con entusiasmo, pero con los tornillos en el riñón y la estantería colgando del techo.
Porque, por lo visto, la lógica económica del siglo XXI se resume así: tú produces cosas en tu país, bien hechas, con cariño, fresquitas, con mimo, con manos de gente que cobra en tu moneda y vive en tu calle… y en lugar de consumirlas tú, ¡zas! Las vendes fuera. ¿Y entonces qué comes tú? Pues lo que venga de fuera, claro. ¡Faltaría más! Comer lo que tú produces… eso es de loser, de protohumano, de señora que aún lleva faja y va al mercado con carrito.
Es decir, cultivamos tomates aquí, en un país con sol que fríe neuronas y derrite farolas, y los mandamos a Alemania, donde el tomate les parece una leyenda urbana. ¿Y qué hacemos después? Pues los importamos de Marruecos, que han viajado más que el pasaporte de Willy Fog. Esos tomates han viajado en avión, tren, barco, y probablemente han visto más cámaras frigoríficas que un cadáver en una serie de Netflix. Pero eh, esto amigos míos, se llama “eficiencia de mercado”. Claro que sí. ¡Venga!
Y como esto no era suficientemente absurdo, lo rematamos complicando la vida a nuestros agricultores y ganaderos, no sea que se les ocurra ganarse la vida decentemente. “No, oiga, eso no se puede hacer así que eso contamina, que si el agua, que si el nitrato, que las vacas hacen ‘mu’ muy fuerte y molesta, que se tiran unos pedos super contaminantes, que no puedes comerte los huevos de tus gallinas como has hecho siempre, que ahora son mortales de necesidad”. Perfecto. Pues nada, cerramos granjas, arrancamos viñedos centenarios, asfaltamos el huerto del abuelo y ya si eso, compramos carne argentina, uvas chilenas y lechuga hidropónica de Holanda. ¿No es precioso? La vuelta al mundo en 80 productos básicos.
Y todo, supuestamente, en nombre del ecologismo, por el bien del planeta. Porque ya se sabe, un aguacate que ha volado 10.000 kilómetros deja menos huella de carbono y es mas sostenible que uno que ha crecido a 10 km de tu casa. ¡Eso es ciencia moderna! Y claro, como en este país tenemos desiertos por aburrimiento, lo lógico es arrancar olivos milenarios para poner placas solares en Jaén. Que si algo sobra aquí, es sentido común… pero exportado, claro.
Y no me malinterpretéis, que yo soy muy internacional, ¿eh? Que yo he visto Eurovisión y he comido sushi en Cuenca. Pero una cosa es abrirse al mundo y otra muy distinta es desnudarse, entregar el frigorífico y pedir perdón por querer comerte una lechuga local sin pasaporte ni visado. Porque ya me dirás tú qué lógica tiene que tú, país productor, tengas que depender del exterior para comer. ¿Eso en qué asignatura de economía lo explican? ¿En 1º de “Suicidio económico: el boomerang comercial”? ¿O es un máster de “Cómo cavar tu tumba globalizada sin despeinarte”? Dímelo tú, que igual me matriculo a ver si me voy enterando.
Pero eh, no pasa nada. Nos dicen que esto es progreso. ¡Progreso, amigos! Que si tú no produces nada, pero consumes mucho, entonces eres moderno. Y lo que nos va quedando es eso: cultivar turistas. Que vengan, que gasten, que se hagan selfies con los molinos, mientras nosotros cerramos fábricas, reconvertimos campos en granjas solares o eolicas y llenamos los supermercados con yogures islandeses con más plástico que contenido.
Y no me hagas hablar de la ecología, porque aquí te meten una multa si respiras fuerte, pero luego importamos mangos en enero en un Boeing 747 refrigerado con emisiones dignas de una central térmica. Eso sí: con una pegatina verde con una hojita zen que te susurra al alma: “Namasté, estás salvando el planeta con este smoothie de papaya tailandesa”.
Total, que si seguimos así, lo que digo, acabaremos cultivando turistas y exportando lógica. Porque vamos derechitos a convertirnos en el Airbnb de Europa, la terraza de copas con vistas del mundo, el chiringuito con menú degustación de cosas que ya no producimos. Y cuando nuestros hijos vean una zanahoria, pensarán que es un Pokémon de tierra. Eso sí, sabrán perfectamente cómo pedir un ramen con tofu importado y quinoa bio de los Andes. ¡Olé nosotros!
Así que nada, aplaudámonos, que lo estamos haciendo espectacular. Vamos lanzados hacia el precipicio de la dependencia alimentaria, con estilo, con flow, y con camiseta de “KM 0” comprada en una multinacional que fabrica en China. Y cuando el último agricultor cierre la verja y apague la luz, lo haremos como nos gusta: con una sonrisa, un brindis… y una cerveza importada, por supuesto.
¿Qué, importamos unos cuantos contenedores de sentido común? Porque aquí, queridos… ya ni queda ni se espera.
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