De momias a monólogos: la muerte nunca fue tan aburrida

Hoy os voy a contar algo que llevo observando desde hace algún tiempo, y es que me voy haciendo mayor y, por desgracia, me toca ir a más funerales. Antes, estos eran auténticas obras de arte. Verás, vamos a dar una breve pincelada al asunto.

Desde tiempos inmemoriales, la humanidad ha sentido la necesidad imperiosa de rendir homenaje a los muertos. Porque, claro, si hay algo que el ser humano no puede resistir es organizar un evento con velas, lágrimas y discursos dramáticos. Desde las primeras civilizaciones hasta hoy, la gran obsesión ha sido asegurarse de que los difuntos tengan un pase VIP al más allá con la mejor puesta en escena posible.

Los neandertales, por ejemplo, ya montaban sus pequeños festivales funerarios en el 60.000 a. C. Imagínate la escena: un cadáver, unos cuernos de animal estratégicamente colocados (¿por qué no?) y unas florecitas para la ocasión. Todo muy Pinterest. No tenían mucha idea de nada, pero ya apuntaban maneras con los rituales. Probablemente creían en la vida después de la muerte, o al menos en la necesidad de enterrar los cuerpos para que no apestaran demasiado.

Luego vinieron los sumerios, sobre el 3.000 a. C., que decidieron que lo mejor para los difuntos era mandarlos directamente al Inframundo. ¿Y cómo asegurarse de que el viaje fuera exprés? Pues metiéndolos bajo tierra, por supuesto. Con comida, bebida y pertenencias, porque nunca se sabe si en el más allá hay supermercado o si aceptan pagos con conchas marinas.

Los egipcios, como siempre, se pasaron el juego. No solo creían en la otra vida, sino que se inventaron el pack premium de entierros: momificación, pirámides, maldiciones y, si eras faraón, una tumba con más seguridad que el Banco de España. Todo para que el difunto llegara al otro lado en perfectas condiciones, sin arrugas ni ojeras.

Mientras tanto, los griegos, siempre tan sofisticados, se aseguraban de que sus muertos tuvieran el mejor look para el Inframundo: aceite corporal, un sudario chic y una monedita para pagarle a Caronte, el barquero del Estigia. ¡Faltaría más! Además, organizaban procesiones fúnebres para que todo el mundo supiera que alguien había palmado. Que corriera la noticia y que no faltara nadie al drama.

Pero si alguien llevó esto al siguiente nivel, fueron los romanos. Para ellos, la muerte no era solo un final, sino una excusa para una fiesta a lo grande: ceremonias con más pompa que la coronación de un rey, esculturas, columnas y, si se daba la ocasión, una buena hoguera para asegurarse de que el muerto no volviera como zombi.

Y así, siglo tras siglo, civilización tras civilización, la humanidad se ha esmerado en despedir a sus muertos con estilo. Hasta que llegamos a la actualidad, donde todo este esfuerzo se ha convertido en… bueno, en el funeral católico moderno.

Sí, ese evento en el que el cura tiene el nombre del difunto apuntado en el móvil y lo consulta cada tres segundos, no vaya a ser que en lugar de despedir a Manuel, termine mandando a la gloria eterna a Francisco. Que total, si ya están muertos, qué más da, ¿no?

Antes a los muertos se les llevaban ofrendas, joyas, comida… Ahora, con suerte, ponen un triste ramo de claveles y una esquela genérica que es un copia y pega de la del difunto de ayer.

Y luego llega la parte cumbre: el momento en que el cura suelta el mítico “era una gran persona” porque se le ha ido la pantalla del móvil y no tiene ni la más remota idea de quién era el pobre muerto. Porque claro, podría haber sido premio Nobel o haber robado la wifi del vecino durante 30 años, que el discurso iba a ser exactamente el mismo, ese reciclado que funciona igual para un difunto de 95 años que para uno de 30. Y mientras él lee su sermón estándar con el entusiasmo de quien recita un manual de lavadoras, tú solo puedes preguntarte: ¿de verdad hemos pasado de construir pirámides a esto?

Pero lo mejor es cuando, de repente, la homilía se convierte en un monólogo sobre la actualidad, porque nada dice “descanso eterno” como un sermón en el que de repente el cura empieza a hablar del precio de la gasolina o de lo que dijo el Papa la semana pasada. A ver, señor cura, entiendo que quiera aprovechar el púlpito como su momento de gloria, pero aquí hemos venido a llorar al muerto, no a escuchar el resumen semanal del telediario o las quejas sobre el poco practicante que queda hoy en día. ¿Qué será lo próximo? ¿Una pausa publicitaria entre el padrenuestro y la bendición final?

He visto funerales tan surrealistas que estoy convencida de que algún muerto se ha planteado resucitar solo para pedir la hoja de reclamaciones. Porque si esto es lo mejor que la humanidad ha conseguido después de miles de años de evolución, igual habría que plantearse volver a enterrar a la gente con una moneda en la boca… aunque sea para que el difunto pueda sobornar a San Pedro y evitar que lo manden a otra ceremonia como esta.

Y es que he oído cosas tan absurdas en los sermones que juro que si algún muerto hubiera podido levantarse, no habría sido por intervención divina, sino por pura indignación. Se habría sentado en su ataúd, se habría frotado los ojos y habría preguntado: "Pero, ¿de qué coño estás hablando, señor cura?”. Y con razón.

Porque después de miles de años de grandiosos rituales funerarios, momificaciones, pirámides y procesiones espectaculares… hemos acabado con un funeral en el que el cura tiene menos emoción que un contestador automático y más distracciones que un influencer en TikTok. Un acto donde lo único sagrado es la prisa por acabar cuanto antes.

¡Y ahora, vámonos todos al bar, que al menos ahí sí hay algo que celebrar!

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