"La gran inventada: un país donde el sentido común no sería ciencia ficción"

¡Ay, pero qué penita me da mi país! Ese lugar que podría ser un paraíso terrenal, con sus playas de postal, su comida que es la envidia del mundo, y su gente, que siempre sabe poner una sonrisa aunque le haya arrasado un tsunami. Pero no, aquí estamos, viendo cómo todo se desmorona mientras unos y otros juegan al deporte nacional: "Y tú más".

Esto ya no es un país; esto es un patio de colegio, pero no el de los niños bien educados que piden permiso para hablar. No, aquí estamos en el patio de los que se tiran piedras y después se quejan porque les han roto el cristal del chalet. Las tertulias de la tele, por ejemplo, llenas de debates donde nadie debate, solo gritan y repiten consignas como si fueran muñecos con cuerda. Son como los partidos de tenis, pero en vez de pelotas, se lanzan insultos y zascas. "Es que tú hiciste esto hace 10 años." "¡Ja! Pero tú hace 20 hiciste aquello otro." Y así, una y otra vez, mientras nosotros, los del montón, los que ni jugamos ni insultamos, miramos desde la grada, comiendo palomitas que nos han subido de precio un 300% por aquello de "la inflación".

Y lo de que el país se divide... ¿De verdad creéis que estamos divididos? ¡Por favor! Aquí hay dos bandos muy ruidosos: los ultras del "mi equipo siempre tiene razón aunque robe hasta los ceniceros" y los otros ultras del "nosotros también, pero al menos no somos vosotros".  Pero los demás, los que somos mayoría, no estamos divididos, lo que estamos es HARTOS. Hartos de hooligans con megáfonos, de políticos que parecen salidos del casting para villanos de Torrente, y de esa sensación constante de que nadie está al volante del coche, que esto va directo al barranco. Los que estamos en el medio no queremos más banderas ni gritos. Queremos algo tan sencillo que parece mágico: normalidad. Que la gente trabaje, que se respete al de al lado, que las cosas funcionen. Vamos, la mínima decencia que uno espera de un país medianamente civilizado en el siglo XXI.

Pero no, aquí lo que se lleva es ver quién puede liarla más. ¿Premiar el esfuerzo? ¿El trabajo bien hecho? ¿El respeto? Eso parece tan anticuado como enviar cartas por paloma mensajera. Aquí se premia al que roba más sin que lo pillen, al que echa más horas en Twitter insultando, o al que prepara la ocurrencia más absurda para salir en el trending topic del día. Nosotros no queremos ni pancartas, ni gritos, ni esa guerra de hooligans que no ven más allá de su propio ombligo ideológico. Queremos algo tan revolucionario como esto: sentido común. Pero tragamos, tragamos y tragamos. "Es lo que hay", decimos. Porque claro, no vamos a hacer nada que nos saque de nuestra apática comodidad. Eso sí, luego nos quejamos en el bar, faltaría más. (Segundo deporte nacional)

Mientras tanto, el país se convierte en un reality show de los malos. Ya nadie quiere esforzarse, porque, total, para qué. Si el listillo que roba o el gandul que no da un palo al agua parece salir siempre ganando. ¿Merece la pena ser decente? Parece que no. Pero claro, "¡No pasa nada!" Nos ponemos a mirar para otro lado, encogemos los hombros y dejamos que siga la fiesta de la decadencia.

¡Menuda inventada sería un país donde la gente de bien pudiera vivir sin más preocupaciones que los pequeños líos del día a día, eh!

Así que aquí estamos, soñando con esa inventada de país donde todo funciona, donde el esfuerzo tiene recompensa y donde los problemas de verdad no son "¿Qué va a ser de mi?" sino "¿Dónde nos tomamos las cañas después del curro?". Entre tanto seguiremos viendo cómo el Titanic se hunde mientras unos tocan el violín, otros se tiran al agua con el flotador pinchado, y el resto estamos sentados en cubierta, mirando al horizonte, por si por algún milagro aparece alguien que diga: "Oye, igual lo estamos haciendo todos mal".

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