Cuando la aventura tenía sucias las rodillas y no cabía en una pantalla
Bueno… aun a riesgo de que alguno piense: “¡Ay, ya está la cansa de siempre con lo mismo!”, vengo a cumplir con mi deber moral, mi vocación, mi misión en la vida: quejarme. Porque, amigos, este verano se me ha caído el alma a los pies… y eso que tengo los tobillos bastante resistentes.
A ver… los de mi quinta y un poco menos, que levante la mano todo aquel que recuerde con lágrimas en los ojos esos veranos en el pueblo. Sí, esos veranos míticos que empezaban a finales de mayo, porque tú ya en mayo estabas contando los días como si esperases la final de la Champions… pero de la vida real. Veías que se acercaba junio y ya te daba taquicardia. Salivabas como perro de dibujos animados pensando: “¡Ay, que no queda nada para ir al pueblo!”.
El pueblo, o ese sitio al que ibas en verano… ese lugar mágico donde los amigos de verano eran casi más importantes que los de invierno, donde no había horarios, donde salías de casa y no volvías hasta que el hambre te hacía regresar como si fueras un perro callejero buscando comida. Y por la tarde igual, hasta la hora de cenar. Y por la noche… ¡ah, por la noche! Salidas nocturnas a 28 grados, con ese fresquito que en realidad no era fresquito pero tú estabas convencida de que sí. Libertad pura. Aventuras imposibles. Trastadas que jamás, repito, jamás se confesaban a los padres. Primeros amores, que normalmente duraban lo que un helado al sol, pero oye, intensos.
En resumen: era como un máster acelerado en vivir la vida, aprender los límites y, por supuesto, saltárselos.
Pues bien, yo ahora suelo veranear en un pueblo chiquitito. Y allí, por el día, la chavalería en la piscina; si hace malo, al frontón; y por la noche, desde hace siglo y medio, se juntan todos en la plaza a eso de las once, once y media para ¡jugar a la liebre! Para los no iniciados: una especie de “polis y cacos” versión rural. Unos pillan, otros huyen, todo el pueblo de escenario, y la adrenalina por las nubes. Y así, hasta horas indecentes para un menor. Sin padres, sin supervisión alguna, maravilla pura.
O bueno… era maravilla pura.
El año pasado, mis hijos empezaron a llegar pronto a casa. Algo raro. Yo,
sorprendida:
—¿Qué hacéis aquí tan temprano?
—Jo, mamá, es que empiezan tarde porque algunos están con el móvil… y cuando empezamos
una ronda nueva, si el que la liga tienen teléfono se queda mirándolo para que
vayamos nosotros a la plaza.
Y yo ahí, inocente de mí: “Ya veréis como al final se dan cuenta de que el juego es más divertido que el telefonito”. JA. Qué optimismo, qué inocencia, qué alma cándida la mía.
Este año… primer día de plaza… y a los diez minutos:
—¡Hola, mamá!
—¿Perdona? ¿Qué haceis aquí?
—Es que ahora están toooodos
con el móvil. Les hemos preguntado si iban a jugar y nos han dicho que no.
Amigos… fue como ver Titanic pero en directo. Experiencias destruidas. Ilusiones enterradas bajo toneladas de gigabytes. Y ojo, que en ningún momento se me ocurriría culpar a los chavales, que bastante tienen con sobrevivir a la adolescencia y a la infancia de hoy en día. No. Esto va para los padres. Sí, vosotros, papás y mamás del siglo XXI que pensáis que darle un smartphone a un niño es como darle un vaso de agua: “total, ¿qué daño puede hacer?”.
Yo entiendo la excusa en la ciudad: “ay, que hay que tenerlos localizados, que hay mucho peligro”. Mira, no me lo creo. Localizar, localiza un Nokia del 98 con el Snake. Y encima les pones a prueba el pulgar. Pero un smartphone, 24/7, sin control… ¿en serio?
Y en el pueblo, ya me lo expliquen: ¿para qué necesitan un móvil en el pueblo? ¿Qué pasa, que si no suben una historia a Instagram de la fuente de la plaza, la fuente se seca? No os dais cuenta de que están zombificados, con la nariz pegada a la pantalla todo el santo día. Que se están perdiendo todo. Que ya no hay ilusión ni misterio, ni ganas de corretear, ni sustos porque “¡cuidado que viene el que la liga!”.
¿Que si se lo quitas hay bronca en casa? Pues bendita bronca. Bendita guerra fría familiar si gracias a ella les regalas recuerdos de verdad. Porque, claro, el día de mañana, ¿qué van a recordar? “Ay, qué bonitas eran esas noches de verano… en la plaza… mirando el móvil en grupo… como si fuera una secta”.
Mis hijos, al menos, recordarán las nuevas e improvisadas noches de cine de verano en el jardín, con mantas, palomitas y mosquitos tamaño Boeing 747. Y yo feliz.
Pero en general… todo mal. Todo, cada vez, peor. Y yo aquí, de pie, aplaudiendo con ironía, esperando el día en que los chavales tengan que googlear qué era la liebre… y el buscador les diga que es un animal que corre mucho.
Porque lo malo no es perderse el juego en sí, no es “ay, se han perdido correr por la plaza” —que también—. Es que se están perdiendo la vida real. Esas experiencias pequeñas que parecen una tontería pero son el entrenamiento básico para la vida adulta. Porque, vamos a ver: ¿cómo vas a aprender a negociar si no has tenido que convencer a tus amigos para cambiarte de equipo? ¿Cómo vas a aprender a tolerar la frustración si nunca te ha tocado ser “el que la liga” toda la noche? ¿Cómo vas a saber trabajar en equipo si lo más cerca que has estado de una estrategia común es elegir juntos el filtro de una foto?
No estamos hablando solo de correr y sudar. Estamos hablando de aprender a leer la cara de los demás, a improvisar, a buscar soluciones rápidas. Cosas que no te enseña una pantalla. Porque en la pantalla todo está diseñado para complacerte: si te aburres, cambias de app; si pierdes, reinicias la partida; si alguien te molesta, lo bloqueas. Pero en la vida real… amigo, ahí no hay botón de “mute”.
Y es que mirar una pantalla no es vivir. Es como ver un documental sobre el mar y pensar que sabes nadar. Es como leer la carta de un restaurante y pensar que ya has comido. La vida de verdad te despeina, te da calor, te hace tropezar y te obliga a levantarte. Y si no vives eso de niño, de adolescente… cuando seas adulto, ¿qué te queda? Te queda una memoria llena de fotos digitales, pero vacía de momentos que te hagan sonreír de verdad.
Porque los recuerdos importantes no vibran, no tienen notificaciones, no se cargan con un cable. Se viven. Y ahora mismo estamos criando una generación que va a tener que aprender lo más básico… a los 30. Y eso sí que no hay tutorial en YouTube que lo arregle.
Así que nada… que sigan ahí, con sus móviles en la plaza, en un silencio sepulcral iluminado solo por pantallas azules. Y cuando sean adultos y alguien les diga “cuéntame una aventura de tu infancia”, podrán contestar: “una vez… se me quedó sin batería el móvil… y tuve que hablar con una persona en vivo”. Historia emocionante donde las haya.
En fin, disfrutad del verano.
Comentarios
Publicar un comentario