¿Hijos? ¡Claro, con lo que me sobra cada mes!
Pero bueno, vamos a ver, que últimamente parece que si no hablas de la pirámide poblacional invertedísima no estás en la onda. Que si ya no nacen niños, que si no queda un españolito de pura cepa ni para abrir el desfile del 12 de octubre, que si los jóvenes son unos egoístas, unos vagos, que prefieren tener perro. ¡Un perro! ¿Te lo puedes creer? ¡Un ser que no habla, no te hace dibujos feos y encima no te cuesta una matrícula universitaria! ¡Qué escándalo!
Y claro, como somos un país de grandes ideas, de esos que inventaron la fregona y el chupa-chups, pues se nos ocurre una genialidad: aumentar la baja por maternidad. Que ojo, no es que sea una idea mala, eh… es simplemente una idea de hace 20 años. ¡Ah, y ya que no igualamos a Europa del norte en sueldos, pues igualemos en bajas! Total, que más da, si igualar el salario es cosa de ciencia ficción... como los coches voladores o los alquileres por debajo de 700 euros.
Pero venga, vamos a hacer un ejercicio de realismo mágico. ¿Alguien se ha dignado a salir a la calle y mirar un poquito cómo está el patio? ¿Han visto lo que hay fuera, en el mundo real? Porque yo tengo 50 años, que ya es una edad en la que uno debería estar como mínimo en la fase de “tengo estabilidad y una vajilla de esas que no se usan nunca”. Pues no. Es justo ahora cuando soy más pobre que nunca. Y no lo digo yo, lo dice el oráculo infalible: mi cuenta bancaria. Mi cuenta lleva unos años gritándome: “¿Pa' esto trabajaste, pringada?”
Mira, mis padres me tuvieron jovencitos. Él con 26, ella con 24, casados desde hacía dos años, cada uno con su trabajito fijo, su contrato indefinido (esa criatura mitológica de la que solo se habla en cuentos y leyendas). Vivieron en casa de los abuelos un ratito, ahorraron, se compraron un piso, un coche y se iban de vacaciones como quien se va a por el pan. Hoy en día eso es directamente una trilogía de fantasía medieval.
Hoy la media para irte de casa está en los 30... ¡y gracias! Porque eso de “irme de casa” suele significar irte a compartir piso con tres personas, un gato, y una humedad en la pared que ya tiene nombre y apellido. Los sueldos son para morirse de la risa: cobras mil euros y das 850 en alquiler. Y el resto para vivir la vida loca: pan, arroz, y si tienes suerte... WiFi. Lo de ahorrar es un mito urbano. Comprar casa, directamente una leyenda artúrica.
Entonces, claro, en este panorama surrealista, lo lógico es... ¡tener un hijo! ¡Sí, hombre! Un hijo, ese accesorio tan económico y fácil de mantener como una impresora láser que imprime billetes. Que no sé si lo sabéis, pero un hijo viene con gastos, no con pan debajo del brazo. ¿Dónde lo metes? ¿En el altillo del armario? ¿Le haces hueco en el sofá cama del salón?
Lo más probable es el nuevo modelo de familia: pareja compartiendo piso con otra pareja. Una especie de comuna millennial, todos con un niño cada uno. Como mínimo tienes compañía para jugar a la oca. Y en ese contexto, pues oye, ¡qué bien! Tendrás más días de baja maternal. Estupendo. Así podrás estar en casa cuidando de tu hijo, en un cuarto que compartes con una pareja vegana que toca el ukelele y hace pan sin gluten.
¿Y os acordáis del “cheque bebé”? Sí, ese inventazo. Un pastizal que te daba justo para el primer año de pañales, si no se te ocurría el error de comprar unos ecológicos. Pero bueno, lo importante era el gesto: “Toma, ten un hijo, que te doy 100 euros al mes. Tú puedes.” Y mientras tanto, los precios suben, el alquiler sube, los sueldos se quedan en el sótano con el WiFi robado del vecino.
Y es que estas ideas para incentivar la natalidad están claramente diseñadas por gente que vive en un universo paralelo. Uno donde los jóvenes están encantados de tener hijos, solo que no lo hacen porque prefieren irse de brunch. ¡Claro que sí guapi! Porque se tienen que contentar con criar a un perro que cuesta infinitamente menos, no necesita universidad, ni ropa, y si no puedes cuidarlo… pues mira, una familia se lo queda o lo llevas a un refugio (que ya es duro, pero no es como dejar a tu hijo en la puerta de un convento con una nota que diga “Perdón, no puedo darle de comer”). Porque hoy en día no se trata de que quieras o no tener un hijo, es que te lo puedas permitir.
Así que los valientes que deciden tener uno, lo hacen como quien se lanza a escalar el Everest con una cuerda del chino. A pulmón, con fe, con espíritu de sacrificio, y a una edad en la que el ginecólogo ya te mira con cara de: “bueno, podrías haber venido antes, ¿eh?”. Y si hoy, muchas familias sobreviven, es porque pueden conciliar gracias a la inestimable ayuda de los abuelos, esas grandes personas que nos solucionan un montón de papeletas. La siguiente generación lo va a tener más crudo: ¡si vamos a tener que poner velitas al santo para que se apiaden de nosotros para poder conocer a nuestros propios nietos! Como para plantearse que los podamos cuidar.
Y por último, a todos esos iluminados que diseñan medidas para “animar” a la gente a tener hijos, con todo mi cariño que ya lo he dicho antes: no es una cuestión de ánimos, es una cuestión de pasta. Que no es que no quieran, es que no pueden. No se trata de “animarse a tener hijos”, se trata de “poder permitírtelo sin hipotecarte el alma”, de plantearte que vas a poder cuidarlos y asegurarles lo mínimo.
Así que sí, muy bonito eso de la pirámide poblacional invertida… pero ¿sabéis qué? Si seguimos así, la pirámide se va a quedar como una flecha clavada en el suelo, apuntando hacia el abismo. Y nosotros ahí, con un perro, una cerveza y una hipoteca emocional con la vida.
Eh y un secreto, los abuelos hoy son los padres. Chssssssss
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