Super CEOs, Reels y la humandiad en picado

Pues nada, os voy a contar una cosita súper trascendental que me pasó el otro día. Quedé con mis amigas, sí, amigas, esas criaturas tan necesarias con las que a veces se puede hablar del sentido de la vida y otras de si, oye el otro día me encontré a la Juani y mira que mayor esta. Y en medio de una conversación de esas que son más banales que una tostada sin sal, va y salta un comentario glorioso. Está hablando de los amigos de otra persona, y suelta algo así como: “ay, es que tus amigos son un poco... cómo decirlo sin parecer borde... ¿lelillos?” Y claro, como si eso no fuera ya una patada elegante al respeto ajeno, va la otra persona, en modo abogado defensor de causas perdidas y responde: “¡Oye! Que uno es jefe de nosequé departamento súper importante y el otro tiene un puestazo en una empresa internacional que no te lo puedes ni imaginar...”

Y ahí es cuando a mí me entró una epifanía... O más bien un cortocircuito cerebral, porque ¿perdona? ¿Desde cuándo para saber si alguien merece la pena hay que revisar su currículum como si estuviéramos en una entrevista de LinkedIn celestial?

O sea, ¿para esto hemos quedado? ¿esto es todo lo que hemos aprendido? ¿que el valor de una persona se mide en Excel, con gráficas en una presentación del Canva? ¿Que si no tienes un puesto con nombre rimbombante en inglés tipo, "Senior Global Executive Coordinator of Unicorn Management", entonces ya eres automáticamente un pringado sin alma?

¡Venga ya, hombre! Mira, te digo una cosa, Hitler también tuvo un puestazo. Stalin también era líder. Y había gente que decía: “no, si el tipo muy majo no es, pero oye... ¡gestionar, gestionaba!” Vamos a ver si nos ubicamos un poquito. Que una persona tenga un cargo importante no la convierte automáticamente en buena gente. Puede perfectamente ser un psicópata con traje, que se come a cucharadas el alma de sus empleados para desayunar y luego sube un selfie a Instagram con la taza de café y el pie de foto “Lunes y felicidad plena”.

Pero no, eh, que si tiene un Tesla y un título de Harvard enmarcado en el baño de invitados, pues ya está, ya eres el nuevo Buda. Y claro, luego vas tu en las reuniones familiares donde tu tía Maruja te pregunta: “¿Y tú, qué estás haciendo con tu vida?” Y tú respondes: “Respirar, tía. Respirar, que ya es bastante”.

Lo mejor de todo es que parece que lo único que importa ahora es cuánto aparentas. Que tengas un reel en Instagram bonito, que tu vida parezca sacada de un anuncio de perfume francés: cámara lenta, ropa blanca, mar cristalino y una sonrisa tan falsa que da caries. Da igual si eres una ameba emocional, mientras tengas un dron que te grabe desde arriba mientras corres por la playa. ¡Eso sí que es éxito, oye!

Y el colmo de los colmos: la frase “es que ha llegado muy alto”. ¿Muy alto? ¡Claro que sí guapi! Al piso 40 y con cero valores, pero oye, tiene una Thermomix y un iPhone 42 con triple cámara que te detecta hasta los traumas de la infancia. Así que según la lógica moderna, esa persona ya vale más que tú. Aunque se haya reído de su abuela, haya aparcado en plazas de minusválidos toda su vida y trate a los camareros como si fueran NPCs en el GTA.

Y te juro que a veces me dan ganas de gritar: “¿¡Pero qué clase de Matrix es esta!?” ¿En qué momento dejamos de valorar a la gente por si es empática, amable, generosa o si te hace reír en un mal día? ¡No! Ahora lo importante es si trabaja en una multinacional, si tiene un coche que se conduce solo y si desayuna semillas de chia traídas por delfines.

Y claro, luego ves en redes: “Cómo ser exitoso en 10 segundos.” Y te sale un chaval en Dubai, montado en un yate, diciendo: “Yo era pobre, pero entonces aprendí a manifestar con el poder de mi mente... y ahora tengo tres Lamborghinis y una novia que solo habla con filtros.” Y tú ahí, en pijama, comiendo galletas con nocilla a las 4 de la tarde, pensando: “¿Será que no estoy manifestando con suficiente intensidad? ¿O que me falta un yate para alcanzar la iluminación espiritual?”

Y mientras tanto, los chavales jóvenes creciendo con la idea de que ser feliz es igual a tener cosas. Cuantas más cosas tengas y mas caras, más feliz eres. “¿No eres feliz? Pues compra más. ¿Sigues sin ser feliz? Pues compra cosas más caras. ¿Todavía no? Pues finge que eres feliz y súbelo a TikTok.” Y si tienes que pisar a veinte personas por el camino, ¡adelante, campeón! Porque si tú consigues ese puestazo, ese coche, ese apartamento con vistas al mar y la tostadora inteligente que te felicita los cumpleaños, entonces ya está, ya lo lograste: eres oficialmente un triunfador.

Y no importa si eres incapaz de mantener una conversación sin mirar el móvil o si te ríes de la desgracia ajena. Porque claro, ¿quién necesita ética teniendo una buena conexión a internet y seguidores que te llamen “crack” en los comentarios?

Y así nos va. Luego la gente se sorprende de que haya ansiedad, depresión y más frustración que en un IKEA sin salidas. ¿Cómo no va a haberla, si nos han vendido que el éxito es una etiqueta con luces de neón y música de fondo? Si ya nadie pregunta cómo estás, sino en qué trabajas. Si ya nadie quiere conocerte, solo saber cuántos ceros tiene tu cuenta bancaria y cuántos followers te avalan como ser humano.

Y lo peor de todo, lo más triste, es que hemos conseguido que los jóvenes se estén equivocando de referentes. Porque claro, ya nadie admira a esa persona que te ayuda sin esperar nada a cambio o que te dice la verdad aunque duela. No, ese es un pringao que no se puede meter en un reel con música de fondo épica y transiciones espectaculares.

Hoy admiramos al que grita más fuerte, al que presume más, al que pisa con más fuerza aunque sea sobre las espaldas de los demás. Al que tiene followers, aunque no tenga alma. Al que te da consejos de vida mientras alquila coches de lujo por horas. Al super CEO de la super empresa mega grande. A ese sí lo escuchamos, lo idolatramos, lo compartimos.

¿Y sabéis qué? Que así nos va. Porque hemos confundido éxito con apariencia, admiración con número de likes y respeto con ceros en la cuenta. Nos parece más admirable el que sale en una foto con tres relojes de oro y una copa de champagne que la vecina que cuida a su madre con Alzheimer todos los días sin decir ni mu.

¿A quién estamos admirando, en serio? ¿A qué clase de gente le estamos dando poder, visibilidad y prestigio? A la que más ruido hace, a la que mejor finge, a la que más tiene, aunque sea por dentro un solar vacío con WiFi.

Hemos perdido el norte. Y lo peor es que ni siquiera estamos buscando la brújula. Así que sí, a veces dan ganas de bajarse de la vida, o al menos hacer una paradita técnica, como quien se baja en la siguiente estación del metro, se toma un café sin wifi, y piensa: “igual, solo igual... deberíamos volver a medir a las personas por cómo te hacen sentir, no por el logo de su empresa en el email.”

Y nada, eso era todo, era un runrún que se me había quedado ahí el otro día.  Ahora, si me disculpáis, voy a meditar sobre el sentido de la vida mientras leo los ingredientes de unas galletas, que al menos esas no me juzgan por no tener un máster en neuroingeniería emocional aplicada a la consultoría estratégica internacional.

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