Yo solo quería una vida tranquila, no una película de Tarantino

A ver… vamos a ver… que yo juraría que esto no es tan difícil de entender, ¿eh? Que no estamos hablando de física cuántica, ni del último disco de Rosalía en modo experimental. Bueno, a ver, una parte sí la entiendo, la otra todavía la tengo aparcada entre los misterios de Cuarto Milenio y la cola de la Seguridad Social.

Porque claro, la actualidad manda, queridos. Sí, sí, Torre Pacheco, Cuenca, Mordor, y todos los rincones de este nuestro ilustre país que huele a tortilla de patatas recalentada y decisiones políticas hechas con los pies. Así que, para explicar esto que tanto nos perturba, he decidido invocar a nuestro viejo y sabio amigo: Gauss. Sí, el de la campana. Ese señor que no sabía que algún día lo usaríamos para explicar por qué estamos todos hasta el moño.

Pues nada, Gauss, este señor tan majo, nos dejó esa campana tan mona que parece la barriga de un Pokémon dormido, y nos dijo: "mirad, hijos míos, a un ladito van a estar unos poquitos, en este caso los ultra-racistas, esa gente que ve un color de piel distinto y se activa como un detector de metales en un aeropuerto ruso". Que si moros, que si negros, que si el que respira diferente... ¡Uy, qué ofensivo respirar diferente, por favor!

Y al otro lado, tenemos a otros poquitos, en este caso el Club del Amor Incondicional, los que ven a alguien que ha cometido 27 robos, ha apuñalado a 3 crios, y aún así dicen: “Pero es que tuvo una infancia difícil, pobrecito, es que en su país no llovía mucho”. Y venga a abrazar árboles y a perdonar asesinos como si fueran cachorros mojados. Vamos, que si te dicen que Jack el Destripador aparece en Lavapiés, ya hay 40 ONGs haciéndole una colecta para un spa emocional.

Y en el centro de la campana… ahí estamos nosotros, los del medio el grueso de la población, los que usamos las neuronas al menos una vez al día, aunque sea para elegir si tostada con mantequilla o con aguacate. Los que queremos cosas tan locas y extravagantes como… un trabajo por el que te paguen lo justo, una casa a la que poder volver aunque te hayas  ido unos días fuera, una familia a la que no tener que atender por videollamada y una buena salud y que si necesitas que te la retoquen no mueras literalmente en el intento, y ¡locura máxima!, salir a la calle sin sentir que estás en “El día de la purga: versión low-cost”.

O sea, aspiramos a una vida tranquila, de esas que no dan para serie de Netflix, pero sí para dormir sin sobresaltos. Qué raritos y especialitos somos, ¿verdad?

¿Y qué hace falta para esto? ¡Oh sorpresa! Que los que mandan hagan su trabajo. Ya sé, ya sé, estoy pidiendo magia negra, alquimia, ciencia ficción. Pero oye, por intentarlo…

La cosa es que últimamente hay detallitos, así, pequeñas molestias, como que parte de esa paz social se está yendo al garete porque hay un grupo de gente –un grupo bastante intenso– que se pasa nuestras leyes por donde no da el sol. Y casualmente, casualísimamente, gran parte de ellos viene de una zona muy concreta del planeta. ¿Coincidencia? Mira, ni Mulder y Scully se mojarían.

¿Y eso nos convierte en racistas? ¡Pues no, por mas que tu lo digas! Porque a los que estamos en el medio nos da igual si vienen de Sebastopol o de Saturno. Si son buena gente, bienvenidos. Pero si vienen a romper cabezas, robar bolsos y okupar casas, pues chico, no es racismo, es instinto de supervivencia.

Imagínate que mañana los de Murcia se lían la manta a la cabeza y empiezan a asaltar gasolineras por toda España. Pues sería lo mismo. Y no por eso vas a odiar el pimiento de piquillo o el zarangollo.

El tema es simple: la haces, la pagas. No pido la guillotina en la plaza del pueblo, pero al menos algo de coherencia. Porque ahora parece que puedes okupar una casa, pasearte con antecedentes que ni el Joker, y oye, aquí no pasa nada. ¿Pero estamos tontos o qué?

Una persona con más delitos que capítulos tiene “Cuéntame” y ahí anda, tan pancho. Entran en tu casa y tienes tú que pagarle los suministros. ¿Perdona? ¿Tengo que invitarles a café y preguntar si prefieren azúcar o sacarina?

Y si violas, matas o haces cualquier cosa que huele a apocalipsis, pues nada, a seguir paseando ya ni cárcel blandita, de tres comidas al día, televisión por cable y talleres de macramé. ¡Ole! El paraíso del sociópata.

Pero eh, tú di algo en voz alta y ya te están llamando facha o “nazi”… ¿Nazi? ¿pero tú sabes lo que eran los nazis, alma de cántaro? Que aquí la gente ha visto cuatro memes y se cree que puede usar términos históricos como si fueran condimentos del Mercadona.

Y claro, tú ves la tele, escuchas a estos tertulianos de sofá, y dices: “pero esta gente, ¿vive en el mismo país que yo o están en un metaverso patrocinado por Disney+?”. Que se nota que no han pisado un barrio en su vida. Que no han tenido que mirar tres veces por encima del hombro para sacar el móvil. Que no han ido a urgencias a las tres de la mañana con su hijo y que les digan: “espere usted 9 horas, y si no se ha muerto, ya veremos”.

Y todo ¿por qué? ¿Porque en algún sitio hay que meterlos y el estado no tiene ni un euro para construir? ¿Porque algunos se están hinchando de pasta haciendo que acogen e integran a esta gente? ¿Porque no hay sitio en las cárceles para tango maleante? ¿Por qué? Esta es la parte que no entiendo tanto. ¿Qué es lo positivo de llevar a la gente hasta el límite de su aguante? ¿Cuál es el fin?

Lo que está claro es qué un criminal no va a querer meter a otro criminal en la cárcel, no? Entre ellos se entienden. Si al final todos son colegas de after.

Y así nos va. Y luego se preguntan qué está pasando en la calle.

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