¿Cliente o empleado encubierto?
Todo empezó, así como quien no quiere la cosa, en esos lugares antaño gloriosos conocidos como gasolineras. ¿Te acuerdas? Qué tiempos aquellos, ¿verdad? Tú llegabas con tu coche, abrías la ventanilla, y aparecía un señor, siempre un señor, con su mono azul de toda la vida, una sonrisa generosa, y ese aroma a gasolina rancia que hoy sería considerado directamente una fragancia de lujo para nostálgicos y te decía con una voz que inspiraba confianza: ¿Cuánto le pongo, jefa?. Y tú, emperatriz del asfalto, respondías con altivez y orgullo: Lleno, por favor. No había debate. No había QR. No había 27 tipos de gasolina para elegir ni una aplicación que te dijera cuál es la más ecofriendly. Era gasolina, punto. Sin florituras, sin dramas, sin tutoriales de YouTube.
Pero claro, eso era antes. Ahora se llaman estaciones de servicio, que suena como a lugar donde llevas el coche a que le hagan reiki. Pero ni hay estación, ni hay servicio, ni ná. Lo que hay es un surtidor, una máquina, y tú. Y lo haces tú TODO. Te bajas tú, aunque esté lloviendo a cántaros o diluviando fuego, buscas entre el caos absoluto de tu bolso la tarjeta correcta, luchas con los guantes de plástico que parecen diseñados por un enemigo personal tuyo, al final te manchas igual, eliges tú el surtidor, tú el tipo, tú el importe, tú el botón. Y como premio, nada. Cero interacción humana. Ni un hola, ni un gracias, ni un triste pitidito amigable. Es como si repostaras en el espacio exterior. Silencio, frialdad, soledad y tú intentando recordar si elegiste sin plomo o con gluten.
Después paso a las tiendas de chuches, ¿te acuerdas de esos niños? Esos pequeños economistas en potencia, esos genios de las finanzas que con 25 pesetas te hacían una compra estratégica nivel Harvard. Que si un regaliz rojo, un chicle de fresa ácida, un fresquito (que era básicamente azúcar en tubo y droga dura para el hiperactivo promedio), una bolsita de gusanitos... y cuando tocaba pagar, la gran revelación:
-Niño, no te
llega. Te has pasado.
-Ah... pues quítame... eeeeeee... quítame el fresquito. No, no, mejor el
regaliz... espera... ¿cuánto valen los gusanitos? ¿Y si dejo el chicle? ¿Y si
me lo fias?
Y así podían estar 15 minutos. Quince minutos. Para gastarse lo que hoy sería como medio céntimo. Un espectáculo. Un ejercicio de paciencia para el dependiente y de logística emocional para el niño. Y todos tan contentos. Pero claro, eso se acabó. Muy pronto dijeron: ¿Qué hacemos soportando estas negociaciones con micro-humanos azucarados? PUES AUTOSERVICIO. Tú entras, tú coges, tú metes en la bolsita, tú calculas, tú pesas, tú te cobras, tú te vigilas. El niño ya no negocia, ahora es autónomo desde los 6 años. No sabe atarse bien los cordones pero ya hace inventario, escanea códigos y paga sin contacto. Antes el drama era elegir entre dos caramelos. Ahora el drama es que si no sabes usar la máquina, te mira un niño de 9 años con cara de señora, aparte que tengo prisa.
Mas tarde llegaron los self-service, esos templos gastronómicos de la autosuficiencia disfrazada de comodidad. Restaurantes, dicen. Yo los llamo gimnasios de la hostelería donde tú haces todo menos cocinar. Porque aquí no vienes a que te sirvan, no señor: aquí vienes a ganarte el derecho a comer.
Todo empieza con esta preciosa coreografía: entras, coges tu bandejita, te colocas tus cubiertos, tu servilleta, tu vaso, y empiezas a avanzar por el circuito como si fueras ganado gourmet camino al matadero… pero con opción a ensalada.
Ahí están, los platos "ya preparados". Es decir, platos que han visto el microondas más veces que la luz del sol. Tú vas mirando, fingiendo que tienes opciones, cuando en realidad estás eligiendo entre "tibia pasta con salsa misteriosa número uno" o "pollo a la nada con guarnición de decepción".
Y claro, una vez has llenado tu bandeja, llega la parte bonita: pagas. Porque, sorpresa, esto no es buffet libre. Esto es “te lo sirves tú, te lo curras tú, y aún así te cuesta lo mismo que si te lo trajeran con fuegos artificiales”.
Pero no acaba ahí, no. Comes, claro, pero con esa presión de saber que después te toca… ¡limpiar! Porque aquí no se deja las mesa y te vas. No, no. Aquí tú recoges tus platos, tus migas, tu dignidad a medio tragar, y llevas la bandeja a una especie de altar industrial donde colocas los restos de tu experiencia gastronómica en compartimentos asignados como si estuvieras clasificando residuos en la NASA. Plato con plato, vaso con vaso, cubiertos separados. Y si te equivocas, la señora de la cocina te fulmina con la mirada desde detrás de una columna. Ni gracias te dan. Nadie te aplaude por recoger. Nadie te dice “qué bien has separado el tenedor del cuchillo, majetona”. Nada. Silencio. Como si no hubieras hecho nada.
Y lo más inquietante de todo: este sistema se está colando por todas partes como el aceite en el Tupper. Es la invasión silenciosa del auto todo. Auto servicio, auto gestión, auto control y auto cabreo. Te vas al supermercado, por ejemplo. Tú crees que vas a comprar el pan y unas manzanas, pero no, amigo mío, vas a hacer una jornada laboral no remunerada, vas a fichar tu turno de reponedora, cajera, empaquetadora y, si te da tiempo, cliente.. Tú coges tu carrito (que, por cierto, uno de cada tres tiene una rueda que va para Cuenca), lo conduces por los pasillos esquivando carros abandonados como si fuera un videojuego, lo empujas como puedes entre pasillos llenos de obstáculos, palés abandonados, gente en modo "estoy en mi casa" y tú ahí, con tu lista mental y cara de ¿por qué vine yo sola?.
Seleccionas tú tus productos, te conviertes en sommelier de fruta tocando cada aguacate como si fueras a escribirle una oda, pesas tú las manzanas (que no son manzanas, son lingotes de oro con piel), buscas una báscula que funcione, pones tú el código, y llegas a la caja rápida... esa trampa mortal. Esa zona oscura donde te conviertes en personal de tienda sin derecho a nómina. Pasas tú tus productos por el escáner, vigilas que no te cobre 4 veces el brócoli, metes tú las bolsas, te cobras tú, y para colmo, la máquina te dice: Introduzca el producto en la zona de embolsado. ¡Que ya lo he puesto, coño! Que está ahí, en la bolsa, al lado del alma que acabo de perder.
Y a cambio de todo ese esfuerzo... ¿qué? ¿Una medalla? ¿Un descuento por hacer el trabajo de tres personas? ¿Una sonrisa de una persona real que te diga "buen trabajo, campeona"? No, hija. Nada. Silencio administrativo. Lo que te dan es el ticket, la bolsa previo pago, claro, y un poquito más de estrés emocional. Y gracias.
Pero espera, que esto no ha terminado. Los bancos. ¡Ay, los bancos! Esos templos del absurdo moderno donde todo cuesta, incluso respirar. Un día cualquiera, toda feliz (bueno, feliz dentro de lo que se puede estar cuando vas a hacer cualquier cosa al banco), bueno, pues fui a ingresar dinero. Sí, a darles mi dinero, no a pedirles, a DARLES. Y me planto en el mostrador. Y va la señorita, muy profesional ella, y muy sonriente y me suelta: Son 10 euros. Y yo, con mi candidez intacta, respondo: No, que vengo a ingresar, no a sacar. Y ella: Sí, sí, son 10 euros. ¡¿PERO PERDÓN?! ¿Me cobras por traerte dinero? ¿Esto qué es, una cámara oculta o el nuevo concepto de atraco inverso?
Estoy pagando por darles dinero.¿Qué será lo siguiente? ¿Cobrarme por entrar a la web del banco? ¿Pagar por mirar el saldo? Uy, lo siento, mirar su cuenta tiene una tasa de visualización de 1,99 euros. Aceptar y continuar. ¡Venga ya! Esto ya no es ironía, esto es ciencia ficción.
Todo esto, por supuesto, adornado con la preciosa narrativa del progreso. Que si transformación digital, que si moderniza tu experiencia, que si evita colas. No, mira, lo que quieren es evitarte a ti. Quieren que no pises la oficina, que no hables con nadie, que no molestes. ¿Y a cambio qué hacen? Pues despiden a la muchacha que tanto sonreía mientras te atendía por pagarle un sueldo digno. Porque ahora todo es eficiencia. Pero oye, eficiencia para ellos, porque tú te estás dejando la vida gestionando tus propios trámites. Y sin nómina. Todo muy humano, muy empático, muy sostenible.
Y lo que más me preocupa: ¿hasta dónde vamos a llegar? ¿Qué será lo próximo? ¿Me voy al bar, me echo mi caña yo misma, con cuidadito para no ponerle mucha espuma, me sirvo la tapa, saco la silla de dentro, la mesa también, la coloco al solecito, me siento, me cobro yo misma desde una app, y me dejo propina? Pero una buena, porque menuda profesional estoy hecha. ¿Pero esto qué es? ¿Una sociedad o un escape room sin pistas?
Al final no va a quedar ni un solo trabajo donde te digan hola, buenos días, ¿qué desea?. ¿Dónde están esas panaderas que te preguntaban si querías la barra con mucha miga o poca? ¿Los fruteros que te regalaban un plátano pa’ probar? ¿Las cajeras que comentaban el tiempo mientras pitaba el código de barras del champú? Se estan esfumando. Están siendo reemplazados por pantallas táctiles con menos alma que una piedra pómez. Todo es hazlo tú, resuélvelo tú, págatelo tú, y no des la lata. Somos como empleados voluntarios en una empresa que ni nos conoce.
Y lo más trágico de todo: lo estamos aceptando. Lo hemos integrado, calladitos, obedientes, echando horas invisibles cada día para empresas que cada día nos suben los precios un poquito mas, casi inapreciable para que no protestes. Nos han convertido en pluriempleados sin sueldo, sin derechos y sin pausa. Y encima nos reímos con memes tipo yo soy el CEO de mi vida porque hago todo sin ayuda. Pues felicidades, CEO, no tienes vacaciones, ni sueldo, ni cotizas.
Y así estamos, pluriempleados no remunerados, esclavos de la eficiencia, prisioneros de la pantalla, y sonrientes, eso sí, porque no nos queda otra. Porque si no te lo tomas con humor, se te sube el ticket del supermercado a la cabeza y explotas en la caja de autopago.
Porque de verdad te lo digo, poco nos pasa.
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