El fascinante mundo de los presupuestos o cómo intentar cambiar la bañera de tus padres puede convertirse en una expedición por el Triángulo de las Bermudas de la reforma doméstica

Todo empezó con una inocente, casi cándida misión: cambiar la bañera de mis padres por un plato de ducha. ¿Fácil? ¿Rápido? ¿Indoloro? ¡Ay! Ingenua de mí. Porque claro, una vez metes un pie en el pantanoso terreno de las reformas, ya no hay marcha atrás. Y como soy de esas almas valientes (o profundamente masoquistas), pensé: “Ya que nos metemos en faena… ¿por qué no tiramos abajo todo el baño y de paso ese aire rococó que tiene más dorados que Versalles en pleno brote de barroquismo ibérico?”. Total, ¿qué podría salir mal?

Fase uno, a lo fácil: ir a la tienda de barrio, esa que me pilla a dos pasos. Allá que voy, con mi carpeta, mi ilusión y mi cara de “quiero cambiar el mundo, empezando por la bañera de mis padres”. Entro. Me atiende una chica tan encantadora que por un momento olvido que vengo a pedir un presupuesto y no a apuntarme a yoga. Me enseña unos renders tan bonitos que casi lloro. Todo clarito, elegante, funcional, nórdico. Me siento por dentro como si ya me estuviera duchando en ese baño nuevo mientras suena Raphael de fondo. Al día siguiente, me pasa un presupuesto, sensato, razonable, incluso humano, acompañado de unos dibujos que lo flipas de cómo quedaría. Alucino, lo quiero ya. Pero claro, como buena hija del capitalismo desconfiado, yo necesito comparar. No vaya a ser que me esté perdiendo un ofertón por ahí.

Fase dos, voy a la mega tienda de color esperanza que todos conocemos. Esa mega tienda que es como Disneylandia para manitas frustrados y amantes del bricolaje de domingo. Llego a la sección de baños. Dos chicas, dos ordenadores, ni un alma en el horizonte. ¡Qué suerte!, pienso. “No hay nadie. Me atienden en nada” Error de novata. Me acerco, sonrío con todo mi encanto y suelto: “Hola, buenos días, venía a pedir presupuesto para reformar un baño. ”Y recibo, como un bofetón con la mano abierta de realidad: “Para eso hay que pedir cita.”

¿Cita? ¿CITA? ¿Para hablar contigo, que estás aquí, delante de mí, con tu ordenador y sin nada mejor que hacer que ver cómo crece el polvo en la mesa? Miro a un lado, al otro, incluso reviso detrás de mí por si hay una legión de clientes invisibles. Pero no. Solo ellas, yo y una planta artificial con cara de estar igual de aburrida. Pero nada, reglas son reglas. Me piden el correo, me dicen que ya me ha debido llegar el email de confirmación. Reviso el móvil. Nada. "A veces tarda", me dicen con la convicción de quien ha dicho esa frase 1.000 veces. Pues debe estar viniendo en burro por los Pirineos. No obstante la experiencia VIP no acaba ahí, me añade, “De todas formas ahí tienes unos folletos con los precios “orientativos”. Ok, cojo uno a la que me voy estupefacta, y casi me tienen que dar oxígeno 9000 euros. ¡Nueve mil!. ¿Azulejos de mármol de Carrara tallados a mano por monjes tibetanos? ¿Un grifo que también hace café y me canta por las mañanas? Porque es casi el doble del primer presupuesto. Y sin sonrisa ni un mal dibujo a mano alzada.

Llega el día de la cita. O mejor dicho,  llega el día que debería haber sido la cita. Porque, por otros temas en los que estoy enciscada, tengo que pasar un rato antes por la tienda. Voy a ver si hay alguien en la zona de baños para ver si me pueden atender ahora o anular la cita, que luego no puedo volver. Mmm pues no, reviso el correo otra vez para comentar que no voy a poder acudir a la hora que me habían dicho. Mmmmm pues nada, silencio digital. Pues no voy a poder avisar. Oye, pues que llega la supuesta hora de la cita y la llamada que me hicieron para ver donde estaba o lo que sea, esta llegando igual que el correo. La atención al cliente se fue de vacaciones y no piensa volver. ¿Desidia? ¿Dejadez? ¿Un experimento sociológico? A saber.

Tercer intento. Cambio de estrategia, que ya voy rozando el trauma. Otra tienda de barrio, la esperanza renace. Esta vez, bingo, atención de lujo, interés real, alguien que escucha (¡milagro!) y un presupuesto que, si  divides entre tres el de la tienda color manzana, te da para invitar a tus padres a una escapada post-reforma. Maravilla. ¡Así sí!

Moraleja del cuento: a veces creemos que las grandes superficies son como el santo grial del ahorro: todo fácil, todo barato, todo ideal. Y no. En realidad son como ese ligue guapísimo de Instagram que en persona no sabe mantener una conversación de más de dos frases. Mucha fachada y poco contenido.

Así que, queridos míos, si alguna vez os veis con ganas de cambiar una bañera (que ya es tener valor), no caigáis en las garras del gigante verde. Daos una vuelta por el barrio, por esas tiendecitas donde aún te miran a los ojos, te ofrecen agua (o casi) y te hacen sentir que cambiar el baño de tus padres no tiene por qué ser una novela de terror con capítulos eternos.

Porque en este apasionante vía crucis de azulejos, presupuestos y promesas incumplidas, he llegado a una revelación mística: el verdadero lujo no está en los acabados mate, ni en el lavabo suspendido que parece flotar por arte de magia, ni en la ducha con efecto lluvia tropical importada desde el Amazonas. No, no, no.
El verdadero lujo, el de verdad, es que alguien te mire a la cara, te escuche, y no te haga sentir como si estuvieras pidiendo una entrevista con Beyoncé. Que no tengas que pedir una cita tres días vista para que luego ni te contesten, ni te escriban, ni te llamen... Vamos, ni las gracias. El auténtico lujo es recibir un presupuesto sin tener que pasar por un ritual satánico de espera eterna y powerpoints olvidados. Y encima, ¡tachán! Te sale por mucho menos de la mitad.
Qué cosas, ¿eh? Lo que viene siendo que te traten como a un ser humano… Volvamos a las tiendas del barrio de donde nuca debimos salir.

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