El Padre del año y su futuro Nobel: ¿En ciencias? No, en excusas
La escuela, ese microcosmos donde se forjan las futuras estrellas del mañana... o eso creen algunos padres. ¡Porque claro! Su hijo, ese querubín divino que apenas sabe atarse los zapatos pero es, según ellos, una especie de Einstein renacido, o un Messi con botas mágicas y o un Beethoven en potencia. Vamos la superestrella de aquello que más fascine a ese padre. Estos padres viven para el mantra de “mi niño es único, brillante y claramente superior, pero ese maestro, ese entrenador, (o el que toque), no reconoce su genio, lo está oprimiendo.” Ay, amigo, bendita ceguera.
Vamos a centrarnos hoy en el ámbito escolar. De toda la vida hemos tenido las adorables clases de apoyo, ¿verdad? Un sitio digno para que los pobres rezagados no retrasen la inmaculada marcha del “Resto de la Clase.” Y ahí estaba, por supuesto, nuestro protagonista, el Padre Estelar diciendo con una magnanimidad digna de un premio Nobel: “Qué bien que haya estas clases, pobrecitos, que les ayuden si”
Te lo suelta, con ese tono compasivo que se traduce claramente a “quítame de en medio a esos tontos, que están frenando el futuro brillante de mi prodigioso vástago”
Y es que todo lo que huela a “esos” en un aula separada es una victoria rotunda para este padre ejemplar, un alarde de humildad envuelto en ese delicioso ego paternal que te hace decir “Ah, perfecto, ellos a estudiar a su ritmo, que el mío está haciendo avances intergalácticos”.
Vamos, que si su hijo no necesitaba ayuda, todo lo que implicara meter a otros niños en un aula distinta le parecía bien. Pero, ¡cuidado! que la flamante educación inclusiva ha dado un pasito más. Resulta que ahora los colegios también tienen que ocuparse de los que piensan demasiado rápido o preguntan por qué el sol brilla mientras el resto intenta sumar 5+3. El gran enemigo de los mediocres: el aula de “altas capacidades”. Ese pequeño espacio para los cerebritos. Y, claro, se armó el Belén.
Aquí está, nuestro padre modelo, abriendo el whatsapp, bebiendo café templado y comenzando su frenética carrera por compartir la nota del cole que dice “una clase especial de altas capacidades. Una hora a la semana". ¡El apocalipsis! “¡Pero qué escándalo! ¡¿Una hora solo para ellos?! ¡Mientras mi hijo, el futuro Shakespeare de la química, sigue sin entender para qué sirve el hidrógeno! ¡Esto es segregación pura! Esto es un agravio comparativo. Mi hijo es un ser superior, ¿por qué no está en esa clase?, ¿Qué va a pensar mi hijo? ¿Por qué él no puede ir? ¡Discriminación positiva! ¡Voy a escribir una queja al AMPA!”
Vamos a ver, amigo, relájate que te voy a decir por qué tu hijo no puede ir a esa clase. La respuesta es sencilla: Tu hijo no puede ir por tu culpa. Porque el pobre heredó tu ADN. Sí, y esos mismos genes ya deberían hacerte dar gracias de que al menos no necesite las clases de apoyo. Pero claro, ahora que hablamos de una hora a la semana para que los cerebritos se distraigan jugando con ciencia, ¿te escandalizas? Pues mira tú qué curioso, cuando era para los otros (esos que “estropeaban” la dinámica de clase), no te vimos tan emocionado con lo de la igualdad.
Ah, pero ojo al detalle divertido. Porque el verdadero show viene cuando nos explican qué hacen en esas clases de “altas capacidades.” Ahí es donde el sistema educativo saca su faceta más “genial”. Resulta que tener altas capacidades equivale exclusivamente a ser un científico loco en potencia.
“¿Eres un proyecto de Dalí?, ¿Tocas el piano como Chopin? Bueno, chato, eso no es suficientemente brillante. A ti no te dan ni una calculadora. ¡A fregar tubos de ensayo como todos los demás!”
Así que tenemos el espectáculo maravilloso de un aula llena de niños que probablemente podrían revolucionar la filosofía, crear sinfonías o escribir novelas legendarias, obligados a fingir que les encanta medir el volumen de un cilindro por desplazamiento de agua. ¡Sí señor, eso sí es aprovechar el talento!
Pero volvamos al padre fantástico. Hace que el chats de padres empiece a echar fuego: “Esto está discriminando a los niños, menudo agravio comparativo”, y comparte memes de dudoso rigor científico, todo ello con faltas de ortografía, claro. En realidad lo que más le molesta no es que su hijo no esté en esas clases. Lo que le exaspera es que existan. Porque claro, si hay algo que rompe su narrativa de “mi niño es especial pero todo está en su contra,” es que haya otros niños que realmente destaquen. Eso es inaceptable. “Cómo van a tener una clase para unos pocos niños? ¿Qué pensarán los demás?”. ¿Pues sabes qué? Probablemente no pensarán mucho, porque ahí estamos, con esta maravilla de educación inclusiva, donde todo el mundo memoriza cosas, nadie aprende nada de valor, y el principal logro del día es cumplir el horario escolar sin caer en coma por aburrimiento.
Lo mejor es el nivel olímpico de la doble moral. Este padre no se quejaba cuando el “agravio comparativo” era con los niños de apoyo, esos que su hijo señalaba con el dedo mientras les llamaba “tontitos” en el recreo. Pero ahora que hay una clase para los listos... se le retuerce el alma. “¡Igualdad!”, clama, entre risitas de superioridad velada.
Porque claro, un sistema educativo que produce zombis memorizadores siempre es la mejor opción para que nuestros queridos pequeños no se desvíen del glorioso camino de la mediocridad colectiva.
En fin, ahí lo tenemos, indignado por el éxito ajeno y complacido con una maquinaria educativa diseñada para que nadie destaque demasiado. Un rebaño de niños con capacidades promedio, programados para memorizar, aprobar y nunca, nunca jamás, pensar más allá de las instrucciones. Y el Padre Estelar feliz. No vaya a ser que un cerebrito despierte del Matrix a su retoño y le haga replantearse las cosas. ¡Qué horror sería eso!
Mientras tanto, todos esos niños, que de adultos podrían acabar siendo astronautas, escritores o inventores, tienen que fingir que les encanta hacer experimentos científicos una hora a la semana como único aliciente para sus mentes inquietas.
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