Cuando se muere de éxito o más bien, se transforma en un parque temático de lo que fue

Morir de éxito. Qué concepto tan bonito, ¿verdad? Aunque, en realidad, más que morir, habría que decir que se sufre una especie de transformación mágica, como la oruga que se convierte en mariposa… pero al revés. Porque claro, cuando algo funciona demasiado bien, cuando brilla como un faro en la oscuridad, ¿qué pasa? Pues que todo el mundo lo ve, todo el mundo se entera, todo el mundo quiere ir, probar, hacerse una foto, subirla a Instagram, ponerle un filtro y decir que ha descubierto un sitio “auténtico. Aunque también te digo, si lo puedes encontrar con el hashtag #auténtico, ya no lo es.

Y ahí, mis queridos amigos, empieza el principio del fin. O bueno, la metamorfosis. Porque lo que antes era especial, con personalidad, con esencia, con historia, se convierte en una especie de parque temático diseñado para el turista, el influencer, el cuñado cultureta y el grupo de despedida de soltero con tutús fluorescentes y ganas de mear en la vía pública.

Vamos a poner un ejemplo que me pilla, literalmente, a dos pasos de casa. Porque yo, queridos, soy de una comunidad autónoma que no es por presumir, pero es que es LA comunidad. Una joya. Un tesoro. Un lugar tocado por la mano divina del dios Baco en persona. Exacto, amigos, ¡soy de La Rioja! Tierra de vinos, de montañas, de pueblos preciosos… y de callejuelas gloriosas como, por supuesto, la Calle Laurel.

Ay, la Calle Laurel… esa calle mágica donde se alineaban los astros del pincho y el vino. Donde uno podía comer y beber como un rey por menos que el precio de una caña en Madrid. Donde cada bar tenía su especialidad: el del champiñón, el de las bravas, el de las setas, el del matrimonio (no el estado civil, sino esa cosa maravillosa que es la anchoa con boquerón), el de los morunos, el de las orejas… Vaya, un safari gastronómico de un metro de ancho.

Y no hacía falta saberse los nombres de los bares, no, eso era para débiles. Uno decía: “Vamos al de los champis”, y todo el mundo sabía a dónde ibas. El nombre del bar era irrelevante, lo importante era el pincho. Y luego estaba el tema del vino… que sí, había algunos que servían el vino bueno y otros que, ejem… servían vino de polvos. Sí, como lo oís. Vino de polvos. Una abominación, un atentado enológico, un sacrilegio. Pero existía. Y uno ya sabía en qué bares te estaban engañando con una especie de Tang de uva fermentado y en cuáles no.

Pasaron los años y todo fue evolucionando. El vino de polvos desapareció, afortunadamente, quizá porque algún valiente les dijo a los hosteleros: “Oye, que esto que estás sirviendo puede provocar ceguera.” Los pinchos seguían igual de gloriosos, los precios razonables, la gente respetuosa… Entramos en lo que los entendidos llamamos la época dorada de la Calle Laurel.

Pero, vaya, ¿qué pasó entonces? Pues lo de siempre: la maldición del éxito. Esto paso de boca en boca hasta que llegó a algún turoperador, algún bloguero de viajes con más followers que criterio, alguien con demasiadas ganas de opinar y dijo: “¡Logroño está de moda!” Y de repente, ¡boom! Logroño se convirtió en el centro neurálgico de las despedidas de soltero. Porque claro, ¿a quién no le apetece celebrar su última noche de libertad rodeado de croquetas, vino y señores mayores tomándose un vermú?

Al principio tenía su gracia. Pero luego empezaron a llegar los disfraces, las charangas, los borrachos en tanga, los que confundían el suelo con el váter… Y ahí empezó la decadencia. Mientras tanto, los hosteleros de toda la vida, esos héroes anónimos que llevaban décadas sirviendo pinchos gloriosos, empezaron a jubilarse. Y claro, los nuevos compradores no eran taberneros, eran emprendedores con planes de negocio y mucho PowerPoint.

¿Y qué hicieron? Pues lo obvio: transformar la calle en un desfile de bares que ofrecían no uno, sino cien pinchos. Algunos incluso con nombres en francés, con flores comestibles, espumas, humos, y platos servidos en pizarras de pizarra con una hoja de romero encima “porque queda mono”. El vino ya no se sirve en copa, se sirve en peceras con tallo. ¡Copas tan grandes que podrías bañarte en ellas!

Y los precios… ay, los precios. Lo que antes era una experiencia asequible para todos, ahora es un lujo reservado para visitantes de fin de semana con ganas de posturear. Y claro, nosotros, los de aquí, los de siempre, los que íbamos todas las semanas, ahora miramos la calle con nostalgia y decimos: “Buf, qué pereza… entre lo que cuesta y la cantidad de gente, paso, me voy “pal” barrio.”

Y este ejemplo, queridos amigos, se puede aplicar a mil cosas más. A pueblos preciosos que ahora son platós de Instagram, a playas que parecen conciertos de reguetón, a montañas con más gente que el metro en hora punta… Porque antes, el boca a boca hacía que las cosas se conocieran despacito, con respeto, con mimo. Pero ahora, con los influencers, todo se quema a la velocidad del WiFi. Un sitio es auténtico el lunes y ya está destruido el viernes. ¡Milagroso!

Así que sí, no es que las cosas se mueran de éxito, es que se transforman en otra cosa, algo que se parece a lo que era, que intenta parecerlo, que pone fotos antiguas en la pared para recordártelo… pero que ya… no lo es. Porque la esencia, esa cosa tan frágil y tan mágica, no sobrevive a la masificación, ni al postureo, ni al copón de vino con pincho de pitiminí de 12 euros.

Pero bueno, eso sí, queda precioso en las stories.

Nacho, este “pa” ti.

Y si alguien más quiere que toque algún tema en especial, un mensajito y lo tenéis echo.

Besines Nacho.

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